Café con vistas

A media mañana encaro el desayuno en un bar que exhuma Málaga. Las mesas –pequeñas, rojas y de publicidad– se disponen, como en París, de cara a la galería. Con una salvedad, aquí nadie busca que le miren, quizá contemplar el pequeño trasiego de una de esas calles céntricas pero no lo suficiente como para limpiar los múltiples graffitis de las paredes. De barra de níquel, este es uno de esos templos que el malagueño busca a pesar del entorno y pocos turistas son capaces de apreciar.

Al otro lado de la pequeña calle, un portalón decimonónico ha pasado etapas mejores: pintadas, cables sobre sus bajorrelieves, algún candado para guardar llaves de un alojamiento turístico o la marca de unas letras que otrora anunciaban prestancia y hoy, desaparecidas, solo denotan decadencia. Junto al portón una chica con un abrigo largo y beige, parisino, pasea a un perrito, de aire también capitalino, que se detiene junto al portón para hacer sus necesidades. El botecito de agua con lejía es marca de civismo.

Me sirven el café en vaso de caña y varios jóvenes salen del portalón con accesorios coloridos y planean en italiano la ruta a seguir. Ninguno de ellos para en el bar mientras siguen saliendo comandas. Como de costumbre, se ha acabado el salchichón a esta hora de la mañana.

Las mesas alrededor se llenan y vacían como pasan las olas al compás de la marea y un coche de policía intenta no rozar con nada al paso. “¡Buenos días!”, saluda el camarero sin obtener respuesta del vehículo, para, ipso facto, mascullar “a estos mejor tenerlos de amigos”. Una señora mayor, apoyada en su muleta pasa con un ritmo alegre: “¡feliz año nuevo!”, exclama en un tono vivaracho. Sólo yo devuelvo el deseo. Pago y me reencuentro con la ciudad de las fotos, el alumbrado por encender y los grandes y lustrosos escaparates. Sigo en el lado de los observadores. Nunca seremos parisinos.

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