El próximo lunes vuelvo a pisar un aeropuerto. No hace mucho que volé por última vez, pero eso no hace que mis nervios se calmen. Tampoco han sido pocas las veces que he viajado en avión durante mi corta vida, conozco el ritual de los asistentes de vuelo como las tablas de multiplicar, aunque eso tampoco hace que deje de ilusionarme por volar. Y es que yo nunca salgo igual que entré en un aeropuerto. No puedo, aunque me gustaría serlo, no soy inmune a los aeropuertos. Yo creo que todo el que se dedica a la literatura, la pintura o la música -véase cualquier rama artística- sufre del mismo mal que yo.
En los aeropuertos todo se intensifica. Los aeropuertos son la mejor metáfora de la vida, los sentimientos más puros se dan en ese espacio de aspecto frío y, a veces, desolador. Cuando estoy en el aeropuerto no puedo evitar ver la despedida de esa pareja de jóvenes a la que el trabajo ha separado, o a esa familia que se reencuentra después de meses sin verse. Ese beso apasionado de bienvenida de dos amantes que creían que se perdían en los kilómetros. Ese último abrazo con una lágrima recorriendo las mejillas de quiénes no saben cuándo podrán volver a sentirse cerca. La ilusión del chico joven que tiene la oportunidad de triunfar y de lograr el sueño que siempre había perseguido. La felicidad en la cara de la turista que va a conocer mundo después de haber estado sudando de sol a sol para poder ver todas esas ciudades que había ansiado disfrutar a través de una pantalla. La ilusión de un niño que vuela por primera vez en su vida y que señala los aviones desde el otro lado de la cristalera. La pesadumbre de aquel que se aleja de sus raíces para dar de comer a su familia. La curiosidad de aquel que lee el periódico antes de embarcar. Ese periódico que yo suelo coger por el reverso para disfrutar de Manuel Alcántara, Jorge Bustos, Raúl del Pozo u otra de las plumas que deleitan mis sentidos.
Soy incapaz de pasar indemne por un aeropuerto. Son demasiados sentimientos por metro cuadrado. Y yo, que soy un poeta sin musa, sufro de sensibilidad aeroportuaria aguda. Una enfermedad sin tratamiento paliativo conocido y ante la que sólo me queda hacer de tripas corazón y volver a embarcar.