Una breve pero intensa estancia en la capital del romanticismo me ha hecho comprender que de romántica sólo le queda el nombre. París se ha alejado de la urbe de cuento que hacía la delicia de bohemios, pintores y escritores no hace tanto. Algo queda en Montmartre o el Barrio Latino de aquel París, o eso me gusta pensar. La Ciudad de la Luz parece apagarse una vez terminado el espectáculo en el Lido, cuando la Torre Eiffel deja de iluminar. Y es en el Lido donde queda el París más brillante, el París del espectáculo, el París elegante al que recuerdan sus monumentos; la mayoría desdibujados por una taquilla que los vende a turistas como producto de mirar y tirar.
Creo que, como todas las grandes ciudades, París toma pulso por su línea de metro. Y el metro de París sólo canta metro, bulot, dodó (metro, curro y dormir). Parece que los parisinos sólo levantan la cabeza para mirar por encima del hombro desde una cafetería de los Campos Elíseos en la que todos se sientan de cara a la calle, hay quien dice que para ver la vida pasar al ritmo de sus conciudadanos, yo creo que para exhibirse como los bolsos de las firmas de lujo que los rodean.
Le seguirán quedando a París sus amplias avenidas en las que pasear pisando las hojas de árboles perecederos, los quioscos metálicos en la rivera del Sena donde venden indiferentemente libros, souvenirs o copias de obras de arte para turistas faltos de recuerdos. París son los cinco llaveros de la Torre Eiffel por un euro y los más de mil euros por noche en el hotel Plaza. París es la luz de las farolas iluminando una amplia y solitaria avenida de un lunes por la noche.
Soto Ivars nos preguntó en Valladolid por qué nos gustaba el columnismo si se podía escribir desde el móvil en cualquier lugar. Estoy escribiendo esta columna en Montparnasse mientras pedaleo para poder cargar mi móvil. En unos días le preguntaré en León qué hay más bonito que eso.