Ando, a un ritmo más lento de lo normal, a la orilla del Atlántico. Los tobillos se refrescan de tanto en tanto. A esta altura del año Andalucía podría parecer Euskadi o Madrid si uno para a escuchar acentos. A veces Sevilla, pero sus dejes suenan más cerca y, a veces, se confunden. Yo me he dejado la barba más tiempo que de costumbre, no he traído más que bermudas y ni un solo calcetín. Nada de eso echo en falta. Todo parece más liviano junto a la espuma de las olas, aunque la brisa sea del sur y cálida.
Los niños, de complexión huesuda, pelean contra las olas con tablas de bodyboard que les dejan las barrigas arañadas. Viven cerquita de una orilla que parece que no acaba; sus días aún son eternos. Un poco más adelante caminan un chico y una chica que están en esa edad en la que dudas si habrán entrado ya al instituto. Ella lleva una bolsa de red por la que se ven unas toallas y algo de picoteo, además de unas chanclas en la otra mano. Él, una mochilita y una pequeña sombrilla colgada al hombro. Uno empieza a dudar si serán primos o ese tipo de amigos con los que empiezas a conocerte.
Hago un ademán por acelerar un poco y pegar el oído –ay, la deformación profesional, alguna historia tendré que contar–, pero me topo con la belleza de la duda y recuerdo que estoy de vacaciones. Ahora, su historia será siempre un complejo y precioso entramado de ramas y no un camino unívoco. Y eso también es eterno.