La odisea de viajar en Blablacar

A las doce y media del mediodía esperaba bajo el sol castigador de una Málaga con la pereza propia de un viernes. Y digo que esperaba a mis dos buenas amigas Marina y Maribel, que en ese momento confiaban tanto como yo en un apacible viaje a Granada en coche compartido. Mientras el sudor corría por nuestra frente, fruto de una temperatura más propia de un verano consagrado que de una primavera desenfadada, llegó el vehículo que nos llevaría a la ciudad de la Alhambra. Vimos bajar del asiento del piloto a una chica con el pelo rozando la cintura y uñas acrílicas, que nos abrió el maletero para que pudiésemos alojar nuestro equipaje. Desde el asiento del copiloto sonreía amable una chica algo mayor que los demás pasajeros –dato que confirmaríamos más adelante–. Ambas dos continuaron la conversación que venían manteniendo sin importarle mucho la inclusión de los nuevos moradores del vehículo en ella. Su charla iba cambiando de colores como las llamas de un ponche hasta llegar –aún no sé cómo– a la cirugía estética como tema central.

Siendo yo el único varón del lugar acabé relegado de la conversación cuando esta derivó a reducciones y aumentos de pecho, liposucciones posembarazo y otras cirugías con un público femenino casi total y que, debido a mi edad y mi soltería, me son relativamente indiferentes, por lo que me resigné a mirar pensativo por la ventana y a mandar whatsapps a mis amigas para expresarles lo excluido que me sentía, lo que provocaba una risotada complice en ellas. La conversación finalizó cuando la conductora recibió una llamada que no dudó ni un segundo en atender. Ante nuestra estupefacción ella le decía a su amigo por medio del pequeño aparato que tenía pegado a la oreja: «¿te acuerdas de Fátima*? Pues han metido a su hermano en la cárcel, sí, sí, a su hermano. Por atropellar a un ciclista volviendo de fiesta cuando daba por siete la tasa de alcohol. Sí, tuvieron que quitar los pelillos del cristal del coche, imagínate, el ciclista murió en el acto». La naturalidad con la que lo narraba nos sorprendía hasta el punto de creer que estábamos siendo víctimas de una broma con cámara oculta. Después de recrearse en la descripción del suceso y dejar algún comentario con tintes racistas entre risa y risa colgó el teléfono y, por si no era suficiente, siguió compartiendo la noticia con nosotros. Su sed de cotilleo no había sido saciada aún y todavía nos quedaba mucho camino por delante.

El momento culmen del viaje llegó en las proximidades de la capital granadina cuando –llevados por nuestra curiosidad lúdico-festiva– les preguntamos por el ocio nocturno de la zona. Esto nos condujo al machismo discotequil que ella defendía alegremente: «a mí me encanta mi machismo siempre que me salga gratis», sentenció. Esta frase cayó como una piedra en mi conciencia, que no se recuperó hasta una vez fuera del coche. Dejé de articular palabras con fluidez y quedé relegado a un segundo plano en la conversación. Ya tengo columna para el miércoles, les dije a mis amigas subiendo al Albaycín.

Negaré que lo he escrito, pero estoy deseando volver a compartir coche.

*Nombre alterado para preservar su identidad.

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