El número dos

“Ya me jodería que me lloviese en París”, me escriben mientras pequeñas gotas de agua bañan la pantalla de mi teléfono. Déjenme que les diga que dónde se ponga una cerveza fría en Malasaña que se quiten todas las copas de champaña con vistas al montón de hierros que los parisinos del diecinueve miraban con el odio con el que miramos la piña en la pizza. Quizá dentro de un par de siglos sea indispensable en todos los restaurantes italianos, más si cabe los de Campos Elíseos. Más me jodería dormir poco por una habitación de hotel mal insonorizada en Montmartre (en una calle con tráfico casi inexistente). Las malas lenguas dirán que era la envidia la que interrumpía mi sueño o que debería haber elegido una habitación mejor en un barrio menos pasional. Pero, ¿hay algo que se acerque más al malditismo columnístico que una habitación poco lujosa en las afueras del barrio de los pintores?

Ya que una francesa de voz aguda alejaba a Morfeo de mi habitación decidí desaprovechar mi vigilia pensando en mi relación con ciertos números. Todos los números a los que tengo un cariño en especial tienen relación con algún episodio de mi vida. Excepto el número dos. Desde que tengo uso de razón me acerco de manera inevitable al primer número par sin ninguna razón evidente. Cuando aún estaba en el colegio y mi madre me apuntó al fútbol sala ya elegí ese número, y eso que jugaba de delantero. Tomando esas decisiones el destino más probable era el fracaso y no me gusta rebelarme ante la probabilidad. Después probé suerte en el baloncesto y mi número estaba cogido. Acabé vistiendo el cinco, que para mí no era más que un dos al revés. Pese a mi altura el baloncesto tampoco iba a darme de comer y decidí retirarme en lo más alto de mi carrera deportiva. Tras encestar una canasta y sabiendo que difícilmente iba a volver a repetirse. Las letras no se me daban mal en esa época y pensé que podrían darme de comer en un futuro. Ahora creo que sólo una parte de esa ecuación era cierta.

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