Aeropuerto Pablo Picasso, 7:00 AM. Una larga cola esperando el chek-in de una compañía lowcost. Yo, al final de esa cola. La pantalla sobre las amables azafatas que, tras comprobar nuestro billete nos ofrecerían un refrigerio una vez sentados en el avión, rezaba Bilbao. Para muchos, una simple ciudad más. Para mí, la posibilidad de adentrarme en las raíces de un pueblo humilde, generoso y con la revolución a flor de piel.
Como todas las ciudades, Bilbao muestra su verdadera cara de noche. Cuando las farolas alumbran sus empedradas calles y el kalimotxo hace que los paisanos de tan verdes tierras se desinhiban. He de decir que tenía el placer de contar con una guía autóctona. Una guía de ojos verdes y con la que tengo la suerte de compartir sangre. Y que me llevó al centro neurálgico del Bilbao revolucionario. Que no es otro que sus bares. Bares de copas baratas y cuya entrada estaba decorada con pegatinas con eslóganes independentistas, subversivos y, a veces, clamando Amnistía. Bares con las paredes pintadas de negro y cuya policromía se la daban las pintadas que sus lugareños se divertían haciendo, desde símbolos fálicos a lemas de insurrección que acompañaban a verdaderas obras de arte en blanco sobre negro. Esa noche me sentí como un unicornio, un ser fantasioso que con sólo abrir la boca llamaba la atención de quienes quiera escuchasen un acento sureño susurrando en sus tímpanos. Aun siendo el andaluz, pude sentirme como un hijo más de la ría entre sus verdaderos vástagos. A lo mejor esa es la magia de Bilbao, que un patriota andaluz pueda estar disfrutando de su noche en un local independentista y que le traten como a uno más. Porque ellos, a diferencia de nosotros, saben diferenciar la política de la compañía. Y respetan la compañía por encima de la política.
Pero no sólo de la noche de Bilbao se enamora uno. Sus museos son lugares idílicos para encontrarte con tus musas. O, por lo menos, eso me pareció a mí. En el Guggenheim me enamoré. Fíjense hasta que punto, que un apasionado de Warhol como yo era incapaz de disfrutar de su obra teniéndola delante. No sé si tras tres horas de arte contemporáneo mi subconsciente necesitaba encontrar una fuente de inspiración para su verso. O que, simplemente, su presencia me cautivó. Cuando cruzó su mirada con la mía sentí como mi más de metro noventa de estatura había menguado ante la seguridad que transmitía. Seguridad que se podía palpar en toda la sala y que, posiblemente, fuese fruto de la sociedad matriarcal vasca. Seguridad que muchas veces añoraba en el sur, dónde el sol la tapaba con sus rayos. Y en ella seguí pensando en el aeropuerto de La Paloma, mientras despegaba mi avión de vuelta a tierras más cálidas. A día de hoy sigo añorando el verdor de sus paisajes y la fuerza que imprime la ría en la ciudad.