Los noventa años de Alcántara

Imagen cedida por Teodoro León Gross.

Manuel Alcántara nació hace 90 años en el malagueño barrio de La Victoria, cerca de la Plaza de la Merced por la que pasaba a diario para ir al colegio de San Agustín en el que se fraguó su pasión por las letras. Y de ahí a ser Premio Nacional de Literatura, Premio Luca de Tena, Premio Mariano de Cavia y Premio González-Ruano por su trabajo en “cosas que se pueden hacer en menos de un día”, como él mismo dijo recientemente.

Ha firmado más de 18.000 artículos durante toda su vida, los últimos en la contraportada del grupo Vocento, gracias a lo que le sentían paisano de todas las ciudades que pisaba. Desde San Sebastián a Mérida llegando a Málaga, la única ciudad a la que nunca ha querido dar la espalda. Es Hijo Predilecto de la provincia y le concedieron la Medalla de oro de Andalucía. Con todo esto, él se define como un holgazán que ha trabajado todos los días de su vida, ya que sólo goza de tres días de vacaciones al año. Vive pegado a una vieja máquina de escribir en la que tiene que pulsar dos veces sobre la ‘e’ para marcarla. Se alimenta de la pasión por la literatura que le brota desde que era un niño con más preguntas que certezas. Cuenta que su profesor de Química intentó encauzarlo hacia el mundo de las cifras, pero todos sus intentos desembocaron en fracaso. Su sueño desde esos días era vivir escribiendo y de escribir y a día de hoy se enorgullece de haberlo conseguido.

Se inició en la profesión en la peor época para un periodista, bajo el yugo de la censura, pero eso no le disuadió de escribir de la nada cuando no se podía hablar de nada y lo hizo con la maestría de los grandes escritores en periódico. Tras el franquismo sus artículos gozaron de la libertad temática de la democracia, pero no perdieron la visión del niño que vio la guerra en primera persona en las calles de Málaga.

Sus columnas son rápidas y fáciles de leer, hay quien podría alegar que tienen cierto carácter naíf por la simpleza con la que trata los más enrevesados asuntos. Su prosa está cuidada y elegida con la precisión de un maestro relojero suizo. Escribe sus columnas descartando versos y así llega al alma del lector sin aburrirlo, que es lo único que nunca se puede permitir un columnista. Asegura que distingue al escritor que se ha acercado a la poesía con tan sólo leerlo una vez, porque el poeta escribe escogiendo las palabras con un mimo especial —el mismo que pone al acariciar las viejas teclas de su Olivetti—.

Le hubiese gustado entrevistar a QuevedoGóngora o Garcilaso, los grandes poetas de nuestra patria, pero no tuvo la suerte de compartir época con ellos. Sin embargo cuenta entre sus amigos con Pablo Neruda o Gerardo Diego. Ha tenido siempre cerca a las grandes figuras literarias en prensa o verso, señal inequívoca de su prestigio y su buen hacer literario. Publicó su primer libro de poemas en la veintena, y le otorgaron el Premio Nacional de Literatura superada la treintena. Una carrera meteórica durante la que no separó los pies de la tierra ni dejó de mirar a las estrellas.

Se complace de elegir a sus amigos entre aquellos de los que puede aprender algo, entre aquellos que son mejores que él. Dicen que si eres el más inteligente de la sala te has equivocado de sala y Alcántara se ha equivocado pocas veces de estancia. Como los grandes sabios busca aprender más día tras día, sigue leyendo cuatro periódicos diariamente, el gusanillo de la actualidad y de las letras no pierde fuelle con el tiempo, si acaso se aviva más y más.

Su otra pasión es el boxeo. El chico que bajaba con los boxeadores a la fábrica de ladrillos que veía desde su ventana se convirtió en el mejor cronista de boxeo durante su época dorada. Sus crónicas desde Los Ángeles, Las Vegas, Tokio o el Campo de Gas son la deliciosa muestra de que el buen periodismo deportivo es posible. Todo aquel que escribe sobre boxeo hoy bebe de Alcántara, lo haga consciente o inconscientemente. Sus metáforas pugilísticas forman parte del diccionario de cabecera de todo cronista que se precie. Agustín Riverabasó su tesis doctoral en estas crónicas y años más tarde publicó un libro junto con Teodoro León Gross para recogerlas. El boxeo le ha dado grandes amigos como José Luis Garci. Amistad forjada entre Dry Martinis y veladas madrileñas.

“Entre el vivir y el existir se va la vida”, escribía en El espejo y el tiempo, y Manuel ha llenado y seguirá llenando páginas y páginas de vida viviendo y existiendo. Mirando al mar desde su balcón del Rincón de la Victoria, mirando a las gaviotas acariciar el cielo con la punta de las alas, volando como si nada sucediese, como si no pasase el tiempo, como si lo único que pasase delante de sus ojos fuesen las olas rompiendo sobre la arena. Esa mirada al mar es la que hace a los poetas.

Asegura que seguirá escribiendo hasta que la vida le gane por KO y, aunque la salud y el cansancio le han hecho aparecer cada vez menos en conferencias y actos, sigue con la pulsión del columnista diario, ejerciendo de decano del columnismo firmando la columna más joven. Lo seguiremos leyendo en la contraportada.

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