Muchas veces después de leer a Camba pienso si debería dejar el periodismo, es imposible superar sus crónicas. Podrás contar lo que ha cambiado de la ciudad, harás referencias a sus crónicas o comentarás alguna novedad, pero nunca lo contarás mejor que él. Me encantaría leer una columna suya sobre esos hombres que andan mirando a la pantalla del móvil, desperdiciando el placer del flâneur que tanto ansiaba él. Es cuanto menos sintomático que el mejor cronista en español que he podido leer odiase el oficio de periodista, él quería ser un hombre sandwich. Como leen. Ponerse un cartel en el pecho y otro a la espalda y pasear por el centro de Londres sin más oficio que deberse a las marcas que patrocinasen su caminar. El sueño de todo español, decía, que le paguen por hacer el vago.

Camba no hacía otra cosa que quejarse de su trabajo como cronista de viajes, profesión admirada por el común del pueblo que lo veía como unas vacaciones indefinidas. No es muy difícil ver relaciones entre sus quejas y las de los influencers de hoy en día, sólo que en vez de pagarle el periódico por producir literatura lo hacen las marcas por generar contenido. No es menos verdad que cuando el placer se convierte en trabajo deja de ser igual de placentero.

El gallego tenía el trabajo que cualquier estudiante de periodismo soñaría en una facultad actual. Facultades en las que no se deja de escuchar que el periodismo es vocacional, que está en una situación complicada y que estamos a tiempo de dejarlo. De todos los estudiantes que salen de la universidad con su título de Periodismo el mercado sólo puede recoger entre un diez y un veinte por ciento. Si nos diesen un título de masoquistas nos definiría mejor. Camba odiaba su trabajo. A cuántos Cambas nos estaremos perdiendo por las condiciones de trabajo. Cuántos Leguineche habrán entre los que, como un compañero ayer, se ríen nerviosos cuando les preguntan si van a ser periodistas.