Cosas que me han hecho feliz esta semana II

Observando una de las piezas de la exposición temporal Magritte x Dalí en el Musée Fine Arts de Bruselas.

Un avión, un puñado de fotos, alguna canción, un par de cervezas y una idea, casi un sueño, protagonizan una semana que empezó antes de que levantase el alba. Una llamada intempestiva antes de que el lunes empezase a desfilar en los calendarios supuso unas cervezas con mis amigos. Nunca estuvimos tan cerca del Luciano sin poder saludarlo. Siempre he estado a favor de hacer fotografías, muchas fotografías. De correr a la tienda a revelarlas, para que cobren vida. Recoger una foto impresa es hacer tangible un recuerdo que hasta ese momento sólo era éter. De ahí que volver a álbumes antiguos sea lo más parecido a volver a tocar esas pieles, saborear ese helado o sentir la brisa del mar y el olor a espeto.

El martes me desperté y llovía. No fue el despertador, sino el baqueteo de las gotas en mi contraventana el crescendo que me acompañaba. Un día más comprobé que había tenido mejor suerte que Gregor Samsa, ¿acaso no es suficiente para ser feliz? Descubrí que en Marbella una librería tenía en stock un par de libros que no quería pedir por plataformas digitales y hace envíos a domicilio. P. volvió de Bilbao, temió naufragar entre dos aeropuertos fantasmagóricos. El futuro era incierto en el norte y, aunque sea casa, su hogar siempre estará en el centro del sur. Es San Jorge y, escrita la crónica, me ayudará a seleccionar los títulos que aún espero me acompañen unos días más.

Recibo una llamada de J., dice estar paseando por el jardín de una casa en la sierra de Madrid. Se está preparando para hacer el Camino de Santiago. Cuida de sus padres, está tranquilo pese a que ve una tormenta llegar. “Una vez tomas una decisión descargas todo el peso, he vuelto a dormir tranquilo”, me dice. Saco de la estantería el libro que me regaló hace un año en Madrid y me pierdo en sus fotografías.

Parece que Magritte ha usado mi ventana como lienzo. Colores pastel y esponjosas nubes blancas sin sombras. La abro y me asomo, el cuadro sigue ahí, escucho a un perro de fondo. Vuelvo a Bruselas, he perdido a Dalí, me acuerdo de L. ‘Ceci n’est pas une sourire’. Leo que en La Graciosa no ha habido ningún contagio de coronavirus. He tenido un recuerdo naïf, comentarios poco originales que despertaba el nombre de la isla al estudiar la geografía española entre aquellos pupitres verdes de primaria. Una búsqueda más tarde ya me veía viviendo en alpargatas, bañador y camisa de lino por sus calles sin asfaltar. Comprando en los ultramarinos y paseando en bicicleta entre las calitas inhabitadas. Todas las paredes son blancas, las ventanas cuadradas y pintadas de azul. Las placas que señalan las poquitas calles que nombran la islita siguen los mismos tonos. En una esquina sobresale un cartelito de Correos, parece sacar un poco la cabeza con timidez, consciente de que rompe con la belleza casi virgen de la naturaleza. Imagínense, un cuartito fresco, un despacho mirando al mar, algo de pescado en la nevera, una botella de vino blanco y una docena de latas de cerveza. Una hogaza de pan y una librería con algunos clásicos. Sólo necesitaría una cosa más para ser feliz, quizá la más importante. Suena El Phomega:

“Yo quiero vacaciones/ merendar sobre el césped/ verla moverse con sólo jersey”.

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