A veces me gustaría tener influencia en redes sociales para iniciar hilos como el que abrió Perez Reverte esta semana. Enhebró una foto juvenil en una playa de La Manga del Mar Menor para tricotar toda una serie de imágenes previas a la adultez, en sepia, blanco y negro o color; un red tejida sobre arena, luz y añoranza. Nada puede traerme más felicidad que los recuerdos, el mar y la infancia. Quizá porque me transporta a la mía, junto a un trocito de Cuba en el Mediterráneo.
A mitad de semana tocaron a la puerta temprano en la mañana. Los vecinos iban a Inglaterra a ver a sus abuelos y nos dejaban toda la fruta y la verdura que ellos ya no iban a consumir. No dijeron mucho, porque aún hablan poco español y los recibió mi madre. Uno de ellos, el más pequeño, estaba aprendiendo a tocar el piano. Empezó poco antes del confinamiento y pasaba varias horas al día delante de partituras de Beethoven. Al principio le costaba seguir el compás del diapasón, siempre iba un par de notas detrás del tempo, como esas latas que los recién casados solían colgar de sus coches. Cuando encontró el tempo acababa tropezando en algún punto de la partitura y volvía a empezar: “tinoninoninonán”. Ciertamente ha sido un respiro, vivir sin vecinos colindando es, sin lugar a dudas, uno de esos privilegios con los que pocas veces te obsequia la fortuna.
No sé si le ocurre a usted también, querido lector, pero terminar un libro es una de esas pequeñas hazañas que me alegran la semana. Estoy alcanzando dos o tres cotas semanales en este encierro. La sensación es de tarea realizada. En un mundo en que cada vez se presta menos atención, Netflix llama con sus constantes estímulos y pararte a leer supone un ejercicio de autorealización indescriptible. Como un Goliat moderno al que vences cada vez que cierras la contraportada. Se une la impresión de estar un poco más cerca de acabar con el ‘Tsundoku’ y la tentación de abrir el siguiente en la pila. Empezar un libro, más aún si huele a recién sacado de librería (también si es una de viejo), puede ser incluso mejor que acabarlo.
Terminando la semana se cruzó conmigo un cover de Isla Morenita, el tema de Carlos Sadness. En la pantalla, Jeanne Svetka tocaba el piano a la vez que aterciopelaba los versos. Un fondo naranja no hacía más que adoradar su melena y realzar el moreno que le brinda el sol de La Rochelle. Isla Morenita debe ser la canción con más erres del cantautor, todas se perdieron en la garganta. El primer domingo de mayo Instagram se llena de madres, todas risueñas, brillantes, espléndidas. La mía toma el sol en el patio, le gusta verse casi olivácea, a mí me gusta verla sonreír y así la comparto.
Acabo la semana con Me before you, la expresiva actuación de Emilia Clarke siempre me pone de buen humor. Quizá porque me recuerda a V., mi profesora de Historia del Arte en bachillerato. A ambas les apasiona la moda, visten con tonos fauvistas y se ven encerradas en localidades pequeñas, casi incomprendidas. Se han abierto dos flores rojizas en el arriate. La vida sigue creciendo.