Publicado previamente en Relatos en tiempo de pandemia
Nunca nada me pareció tan desalentador como un perchero sin ropa. Sin siquiera ese sombrero que una vez compraste y sólo recuerdas en las fotos de aquel viaje a París, ¡ah, la bohème! Decía Vila-Matas que tiene ciertos sombreros que sólo se pone cuando va a París o a Dublín, que los siente de allí. Un día estuvo a punto de ponerse uno en Barcelona, pero sintió que se disfrazaba y se lo quitó. No sé si hay ciudades que dan personalidad a las prendas o prendas que adquieren personalidad en las ciudades, pero qué distinto es llevar boina en la Gran Vía y en calle Larios.
Un perchero sin ropa debe ser algo así como una ciudad sin viandantes. Lo que queda de una piscina cuando vacían el agua. Un puñado de teselas de gresite sin función alguna, esperando que la vida vuelva a fluir por sus juntas. Un invierno vaciaron la piscina comunitaria a la que da mi balcón. La propiedad decidió que era mejor idea mantener la piscina con sal que a base de cloro. A veces miro al otro lado de la ventana y recuerdo el azul del fondo palidecer, poco a poco, apagarse como los recuerdos de infancia. Hoy, esos pequeños cuadraditos azules son persianas metálicas bajadas hasta nuevo aviso. Núcleos de socialización cerrados hasta nueva orden, tiritando de frío, esperando el calor de un abrazo y el tintineo de un brindis.
“Preferiría no hacerlo”, suena una y otra vez cuando la proposición es ir a dar un paseo. “Preferiría no hacerlo”, a una terraza. A veces, incluso mis labios insinúan el “preferiría no hacerlo” si me dicen de ponerme ante el teclado, a escribir. “¿Por qué?”, me preguntan, y vuelvo a referenciar a Bartleby con indiferencia: “Usted puede ver el motivo por sí mismo”. Empiezo a notar preferencias donde antes había opciones, demandas o prohibiciones. Y preferiría no hacerlo, a decir verdad. Al otro lado, no hay ningún biombo verde, porque no tiene que cambiarse ningún artista y, a este lado, no miro a ninguna pared de rojizos ladrillos en Wall Street, sino a una postal malgache. Hace tiempo que las postales dejaron de tener sellos, ahora las llaman videollamadas. Pierden la ilusión de encontrarlas años después, entre las hojas de un libro sin terminar, con las puntas a medio deshacer y la celulosa ya oxidada. De las videollamadas no quedará constancia ni en la factura del teléfono. Tan desalentador como un perchero sin ropa.