Últimamente no me hago fotos. En casi ningún sitio donde voy. Tengo algún selfie mal iluminado en el espejo para comprobar en el cuarto que me he recortado bien el bigote. Porque estar largo rato frente al espejo es incómodo, raro y poco práctico. Pero, volviendo a la matriz, he dejado de hacerme fotos. Como si no quisiera o no pudiera dejar constancia de mi paso por este momento. Jabois en marzo se afeitó todo menos el bigote para que fuese otro el que pasase por el confinamiento y yo he dejado de retratarme en esta segunda ola. Espero que la OMS no lo incluya entre los síntomas del Covid porque entonces soy muy positivo. Si es que se puede ser más que positivo.
También estoy reduciendo mis contactos todo lo posible, reduciéndome a la mínima expresión del ente social y físico que acostumbraba a ser. Intento ir al gimnasio con la máxima precaución posible (el sedentarismo es otra enfermedad pandémica a evitar) y frecuento cada vez menos a un grupo reducido de personas. A veces siento que el armario me mira extrañado, casi no saco camisas, este verano no he usado una sola corbata y a los pantalones cortos casi no les da tiempo a asentarse en su balda. Otras veces, cuando me reflejo en la ventanilla de algún coche, el que no me reconozco soy yo. Intento culpar a la mascarilla, “me tapa media cara”; pero esa excusa tibia nunca me contenta. Recuerdo, entonces, a Schiele y a El Phomega. Me llega un flashazo del doppelgänger con banda sonora incluida. Ipso facto conecto algún podcast en los auriculares para no pensar y acabo acordándome de El perro de Goya. Allí está, semihundido, sacando la cabeza. Lo imagino braceando contracorriente, esperando la orilla, sin desfallecer. Lo imagino llegando al cauce, sacudiéndose el agua, mirando a izquierda y derecha, y echando a andar; despreocupado, vigoroso y errante. Con luz de vuelta en sus ojos.