No sé quién se ha empeñado en hacerme quedar de cierrabares, pero es que ahora lo hacen a las seis. Cuando todas las historias están aún en el aire y el sol aún calienta. Ninguna buena anécdota se dio antes de las seis de la tarde. Nunca he tenido nada en contra de cerrar los bares, alguna vez incluso ayudé al dueño a recoger. No me escondo, pero entiendan que se me hace incómodo. He dejado de frecuentar al marqués de Larios o a la guardia real londinense por cuestiones que no tienen nada que ver con una voluntad de abstemia. También me han restringido los atardeceres en Gibralfaro, Pedregalejo o Estepona; la melancolía ya no es una opción.
A todo aquel que sigue pensando que el amor está en el aire le han puesto una mascarilla, no sé si para que deje de ser tan cursi o para que deje de consumirlo. Nos quedaron las miradas, que a veces son tibias y otras, miopes. Si hay alguna crisis que me pese es la del contacto físico y todo lo que se pierde de su mano. Habremos de resignificar los cafés y tener citas a las nueve de la mañana con unas tostadas con aceite de la tierra. En Andalucía al menos nos quedan los desayunos que es cruzar Despeñaperros y a uno sólo le pueden quedar ganas de seguir ayunando.
En Bruselas las chocolaterías son bien de primera necesidad y han creado la figura del “compañero de mimos” para los solteros. Acabarán por no ser tan fríos como pensábamos estos belgas. Así, podrán verse con un compañero con el que mantener una burbuja de contacto físico, que deben ser aquellas burbujas de amor a las que cantaba Juan Luis Guerra. A su vez, pueden contar con otro contacto al que visitar, pero esta vez sin que medie la física entre ambos, algo así como una videollamada en vivo. Quizá algún político no podía decidir entre la atracción física y la mental y quiso abarcarlo todo. Tendremos que mantener la esperanza, pero qué difícil es robar un beso con mascarilla.