Suena en mi cabeza una y otra vez, desde esta mañana: «¡Es mi madre, es mi madre!». Uno de esos presentes ya conclusos que no se quieren ni se pueden aceptar. Dos horas antes a Mariángeles, su madre le fue arrebatada la vida. ¡Boom, boom!, sonaron como dos petardazos las balas que primero la alcanzaron a ella y después a su asesino. A las puertas de un colegio, de su colegio, que hace apenas quince días estaría lleno de niños y de vida. A las puertas de un colegio en el que trabajaba y en el que, dicen los vecinos que él la rondaba hacía días. Uno de esos vecinos que podía haber sido yo, unos disparos que podían haberme despertado, unos cuerpos en el suelo que podrían haberse quedado en mis retinas de por vida.
«¡Es mi madre, es mi madre! ¡Matad a ese hijo de puta, matadlo!», gritaba su hija, que pasaba por poco los veinte. Clamaba al cielo ante la injusticia que ya no tenía remedio. No puedo imaginar lo que habrán tenido que pasar ella y su hermano, que pasaba por poco la mayoría de edad. Ahora están los dos solos ante un mundo que no les ha sido grato. El que es su padre tenía una orden de alejamiento contra su madre por haberla maltratado. Ahora le decían a su madre que su novio no les gustaba, que iba por el mismo camino. Por eso lo dejó, pensando en sus hijos, poniéndolos por delante de todo y de todos y ahora se encuentran solos, sin guía.
«¡Es mi madre, es mi madre!», gritaba ella y yo pensaba en todas mis amigas. Sin parecerse en nada todas eran ella, Paula, Elena, Teresa, Juana, Raquel, Oli, Ana, Kadri, Bea, Marina. Todas estaban en sus ojos, unos ojos que no sabían dónde mirar. Con veinte años y toda la vida por recorrer. Como todas y cada una de mis amigas. Quizá estaba estudiando en una carrera, estudiando Magisterio, Arquitectura o vete tú a saber qué. Quizá estaba empezando a trabajar, quizá soñaba con irse lejos para luego volver frente al mar. Todo un abanico de posibilidades, lo que supone empezar a vivir.
«¡Es mi madre, es mi madre!», la primera en Málaga en lo que va de año. Y ya son muchas. Decía Moreno Bonilla que por muchos recursos que estén poniendo las instituciones no pueden acabar con «esta lacra que es el machismo que asesina mujeres». Hoy me asaltaba la duda con cada mujer que me cruzaba la calle, ¿será ella la siguiente? Mariángeles era mi vecina. A lo mejor me la encontré comprando el pan, quizá le cedí el paso en una calle estrecha. A lo mejor la vi, en la puerta del colegio, charlando, viviendo, disfrutando. Y tres horas después de que todo comenzase ya había pasado la limpieza, la calle no estaba cortada y la vida seguía. Más lenta, pero seguía. En los ultramarinos hablaban bajito, como si pudiesen molestar. En la peluquería ponían mechas y hacían cardados. Los mendigos volvían a pasar y los gorrillas usaban los aparcamientos que dejaron los coches que tenían restos de los disparos. Era su madre, era su madre.
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